Los tres regalos de los Magos de Oriente a Jesús

23 Dec

Por: Gina Delucca

El oro:

Codiciado. Poderoso. El oro es el metal más enigmático de la ciencia y de la historia. La Biblia menciona el oro y el color dorado en más de 400 ocasiones. Fue el tercer regalo que los Magos de Oriente llevaron al Niño Jesús. Y diferente al incienso y la mirra, el oro sigue siendo un elemento importante, imponente e imprescindible.

El oro es más denso que el plomo. Es un excelente conductor de calor y también de electricidad. No se daña con la humedad, ni con el aire, ni con el calor. Los agentes corrosivos comunes no lo pueden atacar químicamente.

Es el metal más maleable y más dúctil. Una onza de oro puede repujarse llegará a 300 pies cuadrados. Y las láminas pueden reducirse hasta convertirse en translúcidas. Ese dato no lo sabía San Juan el Evangelista, sin embargo, describió las calles de la Nueva Jerusalén como doradas, y a su vez translúcidas.

Los alquimistas de antaño quisieron producir oro artificialmente, sin resultados. Sin embargo, este tipo de exploración científica dio origen a lo que hoy en día es la ciencia química. Porque es fácil crear aleaciones con el oro para usos comerciales, tanto en la electrónica, en la tecnología y hasta en la medicina. El oro sirve para hacer desde hilos decorativos para telas, hasta un agente colorante rojo para cristal.

Es un buen reflector de radiación electromagnética y también se usa en químicos para la fotografía tradicional. El oro puro no es tóxico y tampoco hace daño si se come o se bebe. De hecho, la lámina de oro se usa en decoración de repostería.

El oro que le llevaron a José, María y Jesús en Belén les sirvió de sustento en su huida a Egipto. En tiempos en que nadie regalaba oro, ese regalo digno de reyes fue llevado a nuestro Salvador.

Somos llamados a ser como el oro. Esto va más allá de seguir la famosa “Regla de Oro”, de no hacer al prójimo lo que no nos gustaría que nos hicieran. Debemos ser dúctiles, o sea tolerantes y amorosos hacia los demás. Debemos ser maleables; que cuando nos “repujen” en humillación hasta hacernos casi una fina lámina, aún no perdamos el brillo de nuestra dignidad. Debemos ser buenos conductores del calor humano. No debemos dejarnos dañar por los agentes corrosivos de esta sociedad y estos tiempos: los vicios, la avaricia, la envidia, la sed de gratificación.

Debemos ser útiles y versátiles en todo lo que podamos. Y debemos saber brillar con luz propia.

Ya se cierra el ciclo de celebración navideña y nos queda delante el reto de un año en el cual sabemos que el “oro” no abundará en nuestros bolsillos. Pero sí podemos inspirarnos en el oro puro y natural del Pesebre para ser mejores puertorriqueños… y mejores cristianos.

El incienso:

Oloroso. Misterioso. El incienso nos intriga cada vez que lo olemos. La palabra incienso es un término genérico para elementos fragantes que expiden su olor al máximo cuando se exponen al calor. Estas fragancias pueden provenir de flores, maderas, semillas, resinas y hierbas.

Por eso el incienso no es una fragancia específica, sino cualquier esencia rústica o procesada que será sometida el proceso de ser quemada para producir aroma.

Hay dos tipos de incienso, el que tiene el carbón integrado—que es el que conocemos más—y el que necesita ser quemado con carbón o con algún tipo de fuente externa de calor. Este último podría presentarse en forma de unas piedrecitas irregulares, transparentes y pegajosas. El incienso antiguo se obtenía de resinas que eran “sudadas” por ciertos árboles, o que eran extraídas artificialmente mediante la punción.

El olor a incienso da fe de que hay algo quemándose, sea el propósito cual sea. Puede ser para perfumar el ambiente, como para agradar a los dioses; ya que el quemar incienso no es una práctica estrictamente judeo-cristiana, ya que en el budismo y el hinduísmo también se quema incienso. De hecho, incienso, en contexto bíblico, también es sinónimo de perfume.

En la Biblia se menciona el incienso muchas veces. En el antiguo tabernáculo del desierto había una palangana especial para quemar incienso. Era importante que su olor permeara el templo en todo momento. También había otro tipo de ofrenda de granos y aceite, con incienso.

El incienso tenía sus reglas. No solamente tenía que ser quemado exclusivamente por sacerdotes, sino que sólo se quemaría para Dios. Y sólo si Dios había dicho que se hiciera. En dos ocasiones desobedecieron esta regla y fueron castigados.

Isaías predijo que vendrían gentes de otras naciones a la tierra de Israel a traer incienso (y oro) en muchos camellos.

Y en el Apocalipsis el incienso que se quema y sube en humo es sinónimo de las oraciones de los santos. En otras palabras, esto es una afirmación de que las súplicas de los creyentes sí llegan al cielo.

Naturalmente, el incienso que se le llevó al Niño Jesús tenía como significado que Éste era un sumo sacerdote, digno de ofrecer incienso en el lugar santísimo, con toda la simbología mesiánica que esto implica.

Se acerca el Día de la Epifanía—que quiere decir manifestación y también aparición—y de seguro que escucharemos acerca del incienso.

El incienso es símbolo de adoración, de unción, de esfuerzo por agradar a Dios, de limpieza. Para que salga su olor, tiene que haber combustión. Como todo lo bueno en la vida, para obtenerlo siempre habrá algún dolor.

Recordemos que la santidad es como el incienso. Hay que “quemar” nuestras malas costumbres para que el verdadero olor agradable a Dios suba hacia el cielo.

La mirra:

Amarga. Exótica. La mirra es algo que casi ni se ve, ni se huele en Puerto Rico. Recuerdo mi primer encuentro con la mirra. Vi unos cristalitos amarillos y húmedos, los cuales se quemaban con un bloque de carbón especial. Tenía un olor de esos que jamás se olvidan, súper fuerte, punzante, imponente.

Nunca imaginé que ese olor tan especial y la resina que lo provoca estaban llenos de simbolismos.

La mirra es mencionada en la Biblia más de diez veces. La palabra hebrea para mirra es mar, que quiere decir amargo. La mirra viene de un arbusto en el Oriente Medio llamado commifora myrrha.

En los tiempos bíblicos, la mirra era un artículo de gran valor que se usaba como agente embellecedor. A la reina Ester la bañaron en aceite de mirra por seis meses antes de ser presentada al rey. La mirra es asociada con la realeza. No en balde los magos (reyes o no) trajeron mirra al Niño Rey. Pero esto también era una premonición. Porque para sacar mirra hay que herir la planta, y luego ésta sangra una resina que al tener contacto con el aire se seca y se endurece, tomando un color marrón rojizo. Así fue herido y sangró nuestro Señor.

La mirra es realeza, pero también es dolor, amargura.

La esencia de mirra ligada al jugo de sábila era un agente momificador utilizado en Egipto. En los tiempos de Jesús, se usaba para embalsamar cadáveres. Cuando lo acostumbrado era utilizar una libra de bálsamo de mirra para embalsamar a un cuerpo, Nicodemo trajo el equivalente a cien libras para embalsamar a Jesús. Una exageración digna de un rey.

La mirra se usaba también para fines medicinales, tales como limpieza de heridas, tratamientos para tos, catarro y fatiga, y también era un antiséptico. La mirra representa la sanidad que trajo Jesús.

El vino mezclado con mirra es un anestésico para el dolor humano. El Evangelio de Marcos relata que a Jesús le ofrecieron esta mezcla antes de crucificarlo, pero Él la rechazó. El sufrimiento tenía que ser experimentado a plenitud.

La fórmula especial para el aceite de la unción, con el cual iniciaron a Aarón como primer sumo sacerdote, contenía, entre otras especias, mirra. La mirra santifica. Esto significa que el sufrimiento nos acerca a Dios.

En el Cantar de los Cantares, la sulamita describe a su amado como semejante a un saquito de mirra que ella esconde en su pecho. Algo íntimo, algo personal, pegado al corazón.

Pronto celebraremos el Día de la Epifanía y escuchamos acerca de la mirra. Cuál de los sabios de oriente llevó la mirra? Nunca lo sabremos. De seguro que ese tesoro, junto al oro y el incienso sacó de apuros económicos a María y José en Egipto.

La mirra es realeza y dolor, muerte y sanidad, santificación e intimidad. Con sabor amargo, pero olor exquisito, la mirra es como los contrastes que siempre encontramos en nuestro caminar con Dios.

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